ALEXANDRE LAMAS (Psicólogo) | “Esa cabeciña…” | Miércoles 26 diciembre 2018 | 12:39
Cuando era un niño me aterrorizaban los cangrejos. Hay algo intrínsecamente malo en que un animal tenga más de cuatro extremidades. Además la naturaleza les había dado esas pinzas temibles que a mí me parecían hechas para el dolor.
Reflexionando ahora sobre ello, pienso que fue otro miedo el que me ayudó a enfrentarme a los cangrejos. Un miedo humano como es la vergüenza. La vergüenza hizo que el mismo día aprendiese a nadar y a sostener un cangrejo. Estábamos en la playa de Vilarube, mis padres se habían reunido allí con unos amigos para pasar el día. Había muchos niños. La marea estaba baja y el lago había desaparecido casi por completo, dejando solo un pequeño arroyo sobre la arena que a un adulto no le llegaría a la rodilla.
Dos madres nos llevaron hasta allí. Al llegar, los otros niños y niñas se echaron a nadar y yo, que hasta entonces no había querido aprender a nadar, sentí una terrible vergüenza. Así que me eche a nadar sin saber nadar, solo fingiendo nadar. En cada ficticia brazada apoyaba la mano sumergida en el fondo para mantenerme a flote. Recuerdo que alguien delató mi engaño a los demás e inmediatamente dejé de apoyarme. Y seguí braceando.
Descubrí entonces que flotaba y avanzaba, a duras penas pero avanzaba. Mi honor se había salvado, pero la victoria fue solo temporal. Con la marea baja muchos cangrejos habían quedado al descubierto. Niños y niñas empezaron a jugar con ellos, los cogían sin aparente esfuerzo o temor. Dudé que hacer.
Miré alrededor y vi una minúscula cría. Era completamente blanca y más pequeña que la uña de un meñique. Quién haya ido alguna a la playa se hace una idea del tipo de cangrejo del que hablo. Era imposible que aquel diminuto ser pudiese infligirme algún daño. Lo puse en la palma y me sorprendió su fragilidad, el débil cosquilleo que me producían sus pasos.
El miedo desapareció. El cangrejo se me escurrió entre los dedos y desapareció también. Bajo aquel intenso sol recuerdo ver a mi madre venir a nuestro encuentro. Quería mostrarle mi recién adquirido valor a ella que tantas veces había intentado convencerme de que no había nada que temer de los cangrejos. Busqué a mi cangrejo en vano y, finalmente, opté por coger otro. El más pequeño que pude encontrar. Y aunque seguía siendo pequeño, multiplicaba varias veces el tamaño del anterior. Lo agarré, lo puse en la palma de la mano y el resultado fue el mismo: el miedo desapareció. Mi madre me vio jugando con el animal y exclamó: «¡Qué raro, Alex con un cangrejo!».
Esas palabras me llenaron de orgullo y, durante varios años, cuando íbamos a la playa yo me metía entre las rocas para coger cangrejos cada vez mayores y mostrárselos a mi madre. La sede de las reacciones emocionales del miedo se sitúa en las partes más antiguas de nuestro cerebro, el sistema límbico o cerebro emocional, que es el primero en reaccionar. Esa es la razón por la que nuestras emociones se escapan a nuestra voluntad en su desencadenamiento. Porque lo que llamamos consciencia se sitúa en la zona más moderna, la corteza cerebral. Y la capacidad de la corteza de influir en el sistema límbico es muy limitada.
Sin embargo, las reacciones emocionales asociadas al miedo pueden modificarse. A este fenómeno se le denomina “neuroplasticidad”, el nombre que se le da a la idea de que el cerebro evoluciona continuamente en función de las experiencias que vivimos. La única forma de que nuestro cerebro emocional cambie es que viva experiencias que le hagan cambiar. De esa manera, podemos actuar sobre nuestro cerebro y reconfigurarlo.
Por supuesto, para asegurarnos de que todo salga bien a la hora de enfrentarnos a nuestros miedos hay que seguir una serie de pautas y precauciones. En la práctica psicológica, somos los psicólogos los que enseñamos el camino y estimulamos al paciente, sin olvidar que lo que pedimos es difícil. Y no necesitamos avergonzarnos de nada para que funcione, solo necesitamos un poco de determinación. A quién quiera saber más le recomiendo el libro Psicología del miedo de Cristophe André.
Hay un tipo de cangrejos que se llaman queimacasas. Tienen los mismos colores que un tigre, y para un niño de seis o siete años, coger un queimacasas es como cazar un tigre. Una misma tarde de Agosto hice mis dos mayores capturas: un queimacasas y un gran cangrejo negro. Estaba tan orgulloso que para poder enseñárselos a todo el mundo me los llevé para casa en mi cubo de playa. Al llegar la noche dejé el cubo sobre la mesa de la cocina.
A la mañana siguiente el cangrejo negro estaba muerto y el queimacasas había desaparecido. Aparentemente había matado al otro y había usado su cuerpo a modo de escalera para escapar. No podíamos dar crédito. Lo buscamos por toda la casa sin resultado. Mi padre sospechaba que se había escondido bajo algún mueble, y como los muebles de la época no eran fáciles de mover, lo mejor era esperar a que saliese. Yo fantaseaba con que se había escapado por la puerta en un descuido, si fue capaz de escapar del cubo qué más cosas sería capaz de hacer.
Un par de noches después, cuando me acababa de meter en la cama, en la penumbra tuve la visión fantasmal de una enorme araña. Grité y mi padre entró. Al encender la luz vimos al queimacasas con un montón de polvo adherido a su cuerpo, moviéndose con dificultad, desorientado como un niño asustado. Luchando por sobrevivir en un mundo seco. Recordé la fragilidad de aquel primer cangrejo que sostuve. Así que lo lavamos, lo metimos en el cubo y los llevamos a las misma roca de Doniños en la que lo había encontrado. Fue el final de mi carrera de cazador de cangrejos. A partir de entonces me dedique a observarlos sin que ni ellos ni yo tuviésemos nada que temer.
Alexandre Lamas es psicólogo y ejerce profesionalmente en Ferrol, para más información podéis visitar su página web en este enlace.