RAÚL SALGADO | Ferrol | Lunes 16 julio 2018 | 22:10
Unas líneas alejadas del click fácil. Que pueden pasar desapercibidas, pero que aquí quedan para quien quiera perder unos segundos de su tiempo. Eludiré la cuestión de la supuesta fealdad de Ferrol. Es opinable. Personalmente, niego la mayor.
Como en la mayoría de lo negativo que rodea a esta ciudad, demasiado abundante por otro lado, todo depende de la eterna maldad de los nativos. De la insistente pretensión de negar cualquier esfuerzo, de frenar el más mínimo impulso. De replicar con preguntas sin rumbo en torno a qué locura puede llevar a alguien, local o foráneo, a querer hacer algo aquí.
Eso no es lo peor, sino pasar a la acción y directamente evitar que un individuo con ideas quiera llevarlas a cabo. Mejor asustar o borrar del mapa a quien sobra, muchos según una cierta casta que se cree dueña del frasco de las esencias. En verdad, la culpa es vuestra, queridos lectores. Concédanme la ironía.
Es propio de masoquistas leer el enésimo artículo destinado a derribar lo que queda de esta urbe, ni diré el nombre de ese periódico. No nos sintamos el centro del mundo, pero admitamos que existirá hasta el fin de los tiempos un odio por Ferrol.
Que no interesamos a los medios de comunicación, privados y sangrantemente a los públicos, más que para sucesos o polémicas de alcoba o baja estofa política. Para revolver con nosotros el potaje deseado. Qué decir de la política, en la que un tren medieval que une Madrid con Extremadura copa titulares, que se niegan al carromato ferroviario que parte desde aquí.
Vale, el nuestro no arde en medio de un prado, pero poco nos falta… ah, no, espera, también. Ni somos la ciudad de Franco, únicamente nació, ni somos lo último que defecó Pilatos. Permítanme la finezza. Y consiéntanme que lance un mensaje: colonicen Ferrol. Traigan cosas nuevas, gentes de más allá de As Pías. Son lo que este rincón naturalmente privilegiado reclama como agua de mayo.
Una amiga, ella me dejará que la cite, me comentó hace unos días, en calidad de ferrolana adoptiva, que se notaba optimista. Que observaba más movimiento en ciertos puntos de la zona centro, que algunos locales hosteleros han revitalizado lugares concretos de su tablero.
Pero pesa el pasado de linajes y dinastías, del dinero que ya no está en el banco y se finge que llena la cartera. De mirar por encima del hombro, de evitar las miradas para luego chocarlas fortuitamente si el contexto ayuda. Pocos lemas responden a la realidad, pero uno es verdadero como un templo.
La sangría poblacional no tiene comparación sencilla con localidades semejantes, la amputación productiva de dos ámbitos laborales que movían a toda una comarca la dejó rozando la silla de ruedas. Hay multitud de viviendas abandonadas, hasta barrios, pero esto no es Detroit. Ni los restos de un enclave bombardeado. No se empeñen.
Algunas tiendas cerraron porque no nos pertenecen, son privadas. Deciden su futuro. Ah, por cierto, también lo hicieron en pujantes capitales de provincia. Pero parece que no importa. Que no interesa. Sí, la calle Real puede resultar fantasmagórica a ciertas horas, pero es que no podemos pedir que esto sea un vitamínico Resurrection Fest si estamos en declive.
Al cual nadie pone solución, cierto. No peco de vitalista cuando pienso que ya no somos tan pocos los que nos hemos hartado de callar y otorgar cuando critican a su propio lugar de origen. Estoy hasta las narices de que se vea lo pésimo en Ferrol y lo relativamente malo en urbes extremadamente cercanas se tiña de alegría infinita cuando no es real.
Arterias con carteles de bajos en venta hay en todos lados, también en esos que visitamos pagando por aparcar. En los que sus oriundos presumen hasta de lo inimaginable. Mentalidad. Mientras tanto, los coches se adueñan de las aceras ferrolanas porque unos pocos anhelan apropiarse de lo que no es suyo, enredando debates sobre plazas y peatonalizaciones.
No dejen, incluso esos ferrolanos que suceden a anteriores generaciones con ramalazos de guardianes de la verdad revelada, que sean los de fuera los que nos dediquen elogios por nuestras playas, edificios o rincones con encanto; propongan alternativas, ayuden a construir. No somos naftalina, tampoco historia prescindible.
Miremos a nuestro interior, no esperemos que otros estamentos nos alfombren el futuro. Armada, Estado, añadan a quienes elijan. Impidamos que otras generaciones, como les ocurrió a los de la mía -no fue la única-, dejen un vacío entre los adolescentes y los adultos. Que no salte la pirámide de estudiantes a familias asentadas.
Tenemos la oportunidad de cambiar de mentalidad para que la juventud no cuente con ansias desmedidas por escapar lo más lejos posible. Nuestros padres, es probable, se encargaron de imprimir a fuego esa tendencia -no es mi caso-. Eran otros tiempos, vivieron los de gloria económica.
Tapemos los oídos ante el enésimo cliché de ciudad fantasma, aunque partiendo de que es inviable gustar a todo el que aparezca por esta esquina del mapa. Somos lo que queramos ser, también los que colocan piedras en el camino. Empápense de la visión amplia que trae la aplastante mayoría de aquellos a los que les toca trabajar aquí.
Hay quien ha elegido este destino, ya ven. Otorguen magia a cualquier esquina, no busquen la felicidad más allá del puente. Sobran motivos y encantos. No repartamos carnés de pureza ni degrademos a pueblo lo que es una ciudad. Dejen de criticar y trabajen. Por su propio bien. También será el de los demás. Eso os pasa por leer a los que son o se sienten de fuera.
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