PABLO VILAR PEQUEÑO | @pevilarpe | Viernes 31 enero 2014 | 20:18
Volvía a casa dando tumbos y el camino se me hacía eterno.
No eran más que tres o cuatro kilómetros, pero era indispensable hacer el trayecto andando para poder recuperarme, para que la boca dejase de saberme a boli Bic y los oídos dejasen de pitar. Era importante no cometer el error de los demás, que dejaban que sus padres fuesen a recogerlos y acababan tapizando de nuevo el salpicadero.
A veces, me concentraba y jugaba a pisar las baldosas de la calle en L, como si fuese el caballo de ajedrez. Lo cierto es que, si alguien me hiciese un análisis concienzudo, me vería avanzar serio, balanceándome apresurado pisando solo determinadas baldosas y llegaría a la conclusión de que algo de caballo (y no del de ajedrez) sí debía llevar encima. Pero no, nada de drogas, eran tardes de Tinta.
El camino se hacía especialmente insoportable a medida que se acercaba el verano y aun no había anochecido. Volvía siempre a casa entre las 10 y las 11, perjudicado tras una plena tarde de domingo, y era una tortura de manual. Yo tenía 15, quizá 16, y estábamos ante el máximo apogeo de las discotecas de tarde.
De repente, a lo largo y ancho de toda Galicia proliferó una cultura de club vespertino que daba repelús. Las discotecas ya estaban ahí y a alguien, aun en el siglo pasado, se le ocurrió abrirlas también por la tarde. El resultado fue dantesco, había más niños saliendo los domingos después de comer que adultos por la noche.
Unas abrían los sábados y otras los domingos, pero todas las sesiones de tarde compartían rasgos comunes: los adolescentes abandonábamos la seguridad de la sobremesa y nos embarcábamos en una aventura muy bizarra hasta la hora de cenar.
Hígados aun frescos y que olían a nuevo se ponían a prueba entre papatorias con acné y pelusillas de mostacho. Las sesiones de tarde se pusieron de moda, tuvieron su auge, y se apagaron poco a poco, como los Tamagochi, Los Serrano, o Google+.
Eran como un Club de la Lucha en el que sus miembros nos saludábamos con discreción los lunes por la mañana en el instituto, ocultando la tinta del dorso de la mano que indicaba claramente qué había pasado la tarde anterior.
Ahora parece una etapa vetada de nuestras vidas, una época de la que es mejor no hablar, pero yo no pienso renegar de ese pasado tan lamentable. No señor mío, yo reconozco que me lo pasaba teta.
Esa felicidad está encerrada, muy hondo, dentro de los corazones de toda la chavalada de mi edad, y se nota porque sale un poquito a flote cuando alguien pone una canción de Gabry Ponte en un botellón, una fiesta casera.
Puede que las capas neuronales superiores tengan almacenadas una Ingeniería, un interminable temario de Derecho o una carrera de Medicina, pero en las zonas más irracionales siguen implantadas la letra de Giulia, el ritmo del puto Privilegio Raro y las sílabas inconexas de Blue da bi di di da.
Fueron años convulsos a todos los niveles. En lo musical, reinaba el petardeo dance italiano, aunque el reggaeton empezaba a hacerse hueco. También estaban por allí Alejandro Sanz y Shakira (vaya dos, el catarro y la tos), que triunfaban revolcándose entre litros de un líquido negro, probablemente tinta, o petróleo. Vaya tortura, La Tortura.
Recuerdo que en esos recintos de perversión era muy habitual enlazar largos ratos de chundachunda con lo más de lo más de los 40 Principales. De hecho, si eres mujer, tienes entre 22 y 29 años y ningún ex-novio te ha dedicado Princesas de Pereza en su nick del Messenger, es que no eres nadie.
La moda y estilo personal también tenía lo suyo. Yo veo mis fotos y me doy especial asco y vergüenza. Di tú que tal y como está la moda de cíclica nunca se sabe qué es lo que va a volver a ser tendencia, pero yo veo difícil lo de volver a calzarme unas Reef, peinarme con gomina y embadurnarme de Axe.
Con las mujeres nunca se sabe, porque si vuelven los pantalones de campana es que ya con lo vintage hay barra libre. Quizá algún día vuelvan a estar de moda las Art, los pantalones rosa flúor de Bershka, los collares de perlas tipo Lisa Simpson o ponerse un lazo de seda en vez de cinturón (¿en serio?)
Pero aquí lo que importaba era el concepto. La borrachera tonta de por la tarde, a base de alcohol con poca graduación o combinados imposibles (ah, el legendario Cristal). Los chupones en el cuello, grabados a tinta hasta el siguiente domingo. Ojo, hay gente que sacó tajada.
Si de verdad hay alguien que se hizo de oro aprovechando esa etapa, fue algún ruso malévolo que lanzó uno de los peores inventos de la humanidad: EL VODKA NEGRO. La tinta de tus dientes. Yo llegaba al Weekend y ya pedía una Estrella y un chupito de ese néctar infernal, que te dejaba la boca como si le hubieses practicado sexo oral a un calamar gigante.
¿En qué estábamos pensando? Pues mira, no lo sé, pero ese licor nauseabundo pasó a manchar miles de incisivos y tazas de váter cada fin de semana.
Al final, como todo, te cansabas. Además, a las sesiones de tarde se dejaba de ir cuando ya podías entrar. Me explico: normalmente la edad mínima para entrar era los dieciséis, y a los dieciséis uno ya estaba harto de pasar allí dentro los domingos. De colarse negociando con porteros o pidiendo el dni a un amigo.
La última vez que estuve allí fue en una fiesta de la espuma. La tarde tuvo de todo, incluyendo las típicas dos o tres experiencias cercanas a la muerte por situarte mal y casi perecer asfixiado. Lo bueno era que en cada una de esas últimas bocanadas el detergente ya te hacía un lavado de estómago antes de huir rumbo al hogar.
Ese día, un amigo perdió y recuperó una zapatilla en menos de una hora, y algunas fuentes aseguran que cantó la Rianxeira al llegar a casa.
Cuando salí, lo hice desorientado, agobiado, sintiéndome muy mayor para esas cosas. Enfilé la puerta, esperando el sello de rigor en la mano, y descubrí que habían cambiado la tinta del tampón por una especie de líquido de CSI que solo aparecía con luz ultravioleta. Ahí decidí no volver más, y pasé a dar vergüenza única y exclusivamente a altas horas de la madrugada. Sin ancianos y niños por la calle, como debe ser.
El caso es que entre regresos vergonzosos, peleas, música lamentable y compañías muy dudosas, poco quedaba de positivo en el haber. Si acaso, lo mejor que sacamos todos en claro de aquello fue el don de los idiomas.
Porque, al final, tanto en inglés como en ferrolano, aquellas tardes de tinta tenían el mismo nombre. Y qué coño, eran fant?sticas.