MARTA CORRAL | Cobas | Lunes 29 de agosto 2022 | 16:43
Consciente de que lo suyo sería ponerle una banda sonora de cuarteto de gaitas como mandan los cánones romeros en Galicia, me decanto por otra música para esta crónica. Un piano fanfárrico, la batería de jazz que entra ligera con el contrabajo, los vientos que acompañan tenues. Un poco una cosa así, a lo Fellini. Porque mentiría si no dijese antes de empezarles a narrar lo ocurrido este domingo que si el bueno de Federico hubiese conocido Cobas, seguro que le habría hecho una película. No es que yo no lo supiera, pero procuro que nadie me quite la capacidad de olvidarme de ello y volver a comprobarlo una y otra vez. Una y otra vez.
Nunca había ido a la misa en la ermita de Santa Comba el día de autos. Había subido al templo, sí, antes y después de las nuevas escaleras; pero no había estado ahí en ese momento preciso, y ahora creo que no faltaré nunca más a la cita. ¿Exagero? Tiendo a ello, lo reconozco; sin embargo, en esta ocasión creo que me veré obligada incluso a quedarme corta. Mas, dejémonos de prólogos y empecemos el relato de una vez, que vamos en el segundo párrafo y todavía no he recordado, porque ustedes lo sabrán ya, que al sitio solo se puede llegar a pie cuando la marea está baja.
Con la bajamar a las 11:46, la misa se fijó para las 11:00 horas. Previamente, los voluntarios de la Asociación Columba se habían encargado de desbrozar y limpiar la ermita. Benditos sean. Y allá fui. Arranqué del Piñón y, consciente de que las carrozas ya habían salido, fui por Covarradeiras y atajé por el cementerio para enfilar la senda hacia Santa Comba, donde el aparcamiento se lo repartían furgonetas de guiris y coches de bañistas y devotos. Yo era del tercer grupo.
Faltaban minutos para las once cuando empecé a bajar las escaleras hasta la arena con un nutrido grupo de gente, muchos de ellos con acento de la meseta. Familias con muchos hijos. A una de las chicas pretenden chincharla al grito de «¡feminista, feminazi!» porque declinó la ayuda de su hermano para saltar medio metro. Trago saliva, me descalzo y los adelanto mojándome los pies. Subo las escaleras detrás de un teckel viejito ataviado con la bandera de España y me acuerdo de Mrs. Moore. Sus dueños iban de blanco.
¿Y esto es relevante, Marta? Pues miren, sí. Y lo es porque Paloma Lago, cuando salió en Viajeros Cuatro enseñando Covas habló de la romería de Santa Comba y dijo que ese día «nos vestimos todos de blanco» y la gente cobicheira que lo estaba viendo no dio crédito a lo que escuchaba porque tal costumbre no existía. Pero, ojo, existe. Y más allá de la familia de la presentadora. Le pregunto a la pareja y me dice que optaron por el blanco de casualidad. Llegamos arriba y echo a andar hasta el templo, donde me apoyo para calzarme de nuevo.
Y entro por primera vez y la ermita me parece mucho más grande de lo que creía. Están ultimando los preparativos en el altar. Salgo y doblo la esquina. Y ahí está Felipe Cotovad, con sus hijos Javier y Gonzalo. No me sorprende que el ferrolanísimo esté, sabiendo la fe que le tiene a la Tierra Santa, sobre todo al atardecer. Me confirma que viene de toda la vida. Y que antes de él lo hizo su familia, como atestigua la bellísima foto en blanco y negro de su abuelo allí en los años 30. Los niños, la verdad, es que no puede ser más simpáticos y mordaces. Sueltan pequeños dardos de adulto exquisitos. Nos reímos juntos mientras sigue llegando gente vestida de blanco.
Los menos son los cobicheiros, a los que les tiran más las carrozas, que van dejando tras de sí foguetes que sí se ven desde la isla. Pregunto a otra pandilla de blanco y cuentan que hace algunos años coincidieron en ese color y ahora vuelven siempre vestidos igual. Estos traen margaritas en el pelo además. La misa empieza y tiene incluso acompañamiento musical de un gaiteiro que emite notas más graves y solemnes que las habituales. Su atuendo parece bretón y él mismo lo confirma. Se llama Fernan G. F. Brage. Dice que es de una aldea, Bertoña, e insiste en que todavía se usan 500 palabras de la lengua bretona. Pregunto dónde vive y me dice que en A Capela. Me confirma que no me está tomando el pelo.
Debe ponerse a tocar, así que le dejo tranquilo. En ese mismo instante, a lo lejos, desde la otra punta, en Marmadeiro, se distingue un gran grupo de gente de blanco caminando hacia aquí que llama la atención a los que estábamos fuera de la ermita, porque dentro ya no cabía ni un alfiler. La gente comenta que son los Lago y en efecto es Paloma, su hermano Federico y su cuñada Acu Lavandeira, que camina acompañada de su hermana Almudena y de un montón de niños, también de algunos adultos más. Los empiezan a fotografiar desde arriba y yo pienso que cuando suban serán más las personas vestidas al estilo ibicenco que las que hemos optado por otras partes de la escala cromática.
No ha parado de llegar gente que saluda efusiva y baja al tono al confirmar que «ah, que ya empezó la misa», en susurros. Entre ellas, Amalita y su hija Elena, con su nieto y su yerno. Me dice que después de llevar 50 años veraneando allí es la primera vez que sube, a sus maravillosos ochenta años. Parece mentira que en esas excursiones que hacía con su marido Carlos y mis padres ―cuando todos eran jovencitos en blanco y negro, ellos con la camisa abierta y ellas con pañuelos en la cabeza y los ojos brillantes―, no hubiesen venido nunca. Seguro que no les cuadró bien la marea.
Los Lago – Lavandeira llegan a arriba de blanco impoluto y se mezclan entre los demás mientras los niños descansan, sentados en círculo. Me cuenta Acu que fue ella quién les animó a empezar a venir de blanco hace unos cuatro años, antes de la pandemia, porque «yo soy muy aficionada a la fotografía y veía que iban a quedar unas fotos más bonitas si íbamos todos iguales». Así que los convenció una vez y ahora han adoptado esa tradición familiar que, por lo que hemos visto, se ha ido contagiando incluso fuera de su gran familia.
Acaba la misa y soy consciente de que los feligreses han vivido ajenos al gentío tan diverso que les espera fuera. Salen, el sol les ciega reflejado en las vestimentas claras del personal. Se frotan los ojos, se hacen preguntas. Entretanto, cuatro hombres salen con Santa Comba, Santa Combiña, en las alzas procesionales. La imagen no suele estar en la ermita para protegerla de las inclemencias y de los robos, pero la llevan y la traen al hombro cuando es necesario con una maestría y un cariño que ella les devuelve salvándoles de caerse en la escarpada bajada.
El bretón de A Capela acompaña con la gaita en la procesión. En mi cabeza, al piano fanfárrico del principio le acompañan ahora los redobles de tambores, las trompetas y el trombón. Como si toda la banda cerrase el grupo para marcar el paso a la comitiva. Y el cura capitaneaba la presidencia eclesiástica, también de blanco, claro. Y todos miraban de reojo al suelo, que estaba recién desbrozado y resbalaba y no vaya a ser el demonio. Y el resto con los móviles, las cámaras. Y, ¿qué pensarán los guiris que miran desde las furgos y los bañistas despistados de lo que ven desde tierra firme?
Y parecía que Santa Comba iba a hacer un recorrido circular, pero de pronto volvió sobre sus pasos una vez que llegó a la barca. Pero sí rodeó la ermita antes de entrar de nuevo y cerrarse las puertas. Y allí paz y después gloria. Emprendimos el descenso todos juntos: las familias jóvenes que se burlaban del feminismo con fervor religioso y un sospechoso gran número de hijos, la pareja del perrillo patriótico, la familia de las margaritas, el gaiteiro galaico-bretón, los de la Asociación Columba, los Lago – Lavandeira, los Cotovad, el cobicheiro fornido con la imagen al hombro, Amalita y los suyos, las señoras y yo.
Y todos bajamos con cuidado. No solo por el riesgo evidente de caída y su consecuente efecto dominó nada apetecible. Sino también con el tiento de ir ordenando todo lo que acababámos de vivir para contarlo de la mejor forma posible al primer conocido que nos encontráramos. A mí me ha salido esta crónica, seguro que al resto les ha salido otra. Las personas a las que damos cariz de personaje en nuestras historias también nos lo dan a nosotros en las suyas. Desde luego, en la mía, ni la mejor guionista los habría mejorado. Viva la Tierra Santa, Cobas y Santa Combiña.